Somos un líquido

    A los diez años, solía dibujar pequeñas casas con techos de paja, cada detalle cuidadosamente pensado para representar lo que consideraba mi hogar ideal. Mi imaginación se volcaba en la creación de un espacio íntimo, con un cuarto para mí, una cocina con una gran lámpara que proyectaba calidez, y unas escaleras que subían desde un pequeño rincón de la casa. Para mí, ese diseño representaba no solo la estructura física de una casa, sino también una especie de refugio emocional, un lugar donde todo estaba en su sitio. En aquel momento vivía en una casa extremadamente pequeña, con solo dos cuartos, que compartía con mis cuatro hermanas. A pesar de lo limitado del espacio, ese lugar era mi mundo y lo llenaba con mis sueños y recuerdos. Recuerdo el día en que nos mudamos, cuando dejé una parte de mí misma entre aquellas cuatro esquinas que contenían las paredes anaranjadas que habían sido testigos de mi infancia. El sistema espacial de la arquitectura se transforma en algo más que paredes y techos; se rellena de emociones, recuerdos y versiones de quienes habitan esos espacios, creando una historia personal en cada rincón.   

    En este sentido, el sistema espacial no es simplemente la organización física de un edificio, sino una entidad viva que adquiere significado a través de las experiencias individuales de quienes lo ocupan. La arquitectura, en especial aquella que prioriza la sensación de refugio y pertenencia, como el diseño de Peter Zumthor, genera una sensación de seguridad y un abrazo hogareño (Zumthor, 2006). Las líneas y puntos que forman una estructura arquitectónica se transforman en un espacio lleno de vida, donde cada muro, cada rincón, y hasta el agua que fluye en obras como los Baños Termales de Vals, provocan una experiencia multisensorial que va más allá de lo físico (Pallasmaa, 2012). En ese sentido, la arquitectura no solo define el espacio, también lo llena de ecos del pasado y de las vidas que lo habitan, creando una experiencia única para cada persona que lo vive.

    Los puntos, líneas, planos y superficies no cuentan con vida propia, es el arquitecto, es el artista quien le da la vida y el observador quien le da el significado. En la arquitectura, el equilibrio entre el espacio positivo y el espacio negativo es fundamental para crear entornos funcionales y estéticamente armoniosos. El espacio positivo, ocupado por elementos sólidos como edificios, paredes y mueble, define las estructuras físicas, mientras que el espacio negativo, los vacíos entre esos elementos, permite el flujo y la interacción dentro del diseño. Gracias al espacio positivo podemos poner un sentido a las habitaciones, tradicionalmente ya cada espacio está configurado y separado por el tipo de muebles que se pone y lo que se puede hacer en cada espacio por separado. El espacio negativo nos permite dar vida al diseño y a lo que está allí, es un espacio interactivo. Juntos, ambos espacios conforman el gran sistema espacial, influyendo en la circulación, la percepción de amplitud y la experiencia general del usuario.

    La importancia de dividir los espacios positivo y negativo a la hora de crear un diseño es de gran importancia, sin dejar atrás la importancia del sistema material. La seguridad la provoca el diseño pero se confirma con el sistema material. Aquella casa en la que viví que se sostenía de varias columnas en una montañita en erosión, era mi hogar y me sentía segura allí aunque no era habitable y no resistiría por mucho más tiempo. La combinación entre el sentimiento y el espacio en que habitamos, al cual damos vida, es lo que le da sentido a la arquitectura. Somos un líquido que recorre la estructura y la oxigena.

Bibliografía:

Pallasmaa, J. (2012). The eyes of the skin: Architecture and the senses (3rd ed.). John Wiley & Sons.

Zumthor, P. (2006). Thinking architecture (2nd ed.). Birkhäuser.


Comentarios

Entradas populares